miércoles, 30 de septiembre de 2009

El oficio de historiador

Hay momentos, momentos de convulsión, también de crisis, en que los historiadores nos encontramos obligados a justificar nuestra profesión. Uno de estos momentos fue la Segunda Guerra Mundial, de cuyo comienzo, la invasión de Polonia un 1 de septiembre, se recuerda este mes que acaba el 70 aniversario. Fue entonces cuando Marc Bloch, francés y judío, escribió, bajo la ocupación alemana y como miembro activo de la resistencia, Apología para la Historia o el oficio de historiador (1942).


[Pueden descargarlo íntegro en español (pdf) a través de 4shared; también está disponible en Google Libros la versión inglesa, The historian's craft].


La conclusión a la que llegó puede resumirse en una de sus sentencias:

"La ignorancia del pasado no se limita a entorpecer el conocimiento del presente, sino que compromete, en el presente, a la acción misma".

Por una parte, el historiador, sea cual sea el periodo del que se ocupa (él era medievalista), al menos cuando se trata de un profesional genuino, no se desentiende del presente, sino que es un observador ávido de la contemporaneidad. Y, como señaló también Bloch, esa contemporaneidad está impregnada de pasado, seguimos viviendo sobre acontecimientos e instituciones que hunden sus raíces en un tiempo anterior, en ocasiones remoto. Por ejemplo, la estructura de la propiedad de la tierra en Francia, trazada en la Edad Media con divisorias de piedra sobre los propios campos de cultivo.

El pasado está inserto en el presente y reclama nuestra atención: nos ayuda a conocer mejor nuestro tiempo. Nos habla de nuestros orígenes, nuestra naturaleza histórica; y, también, nos habla de nuestro carácter de agentes de esa misma historia.



Existe una civilización en la que seguimos inmersos, unas tradiciones en cuyo seno seguimos viviendo. La conciencia de este hecho, del propio concepto de civilización (en principio positivo, aunque a menudo se haya asentado, como hizo ver Walter Benjamin, sobre la barbarie), propició que surgiera otro concepto, fundamental en la Edad Contemporánea: el concepto de progreso. La constatación de que heredamos una vasta cultura, y cada generación hace avanzar dicho legado. (Este corolario, si bien se mira, está en la base del sistema de investigación universitaria vigente, aunque más como coartada que como realidad efectiva.) Tal idea podría parecer conservadora (porque siempre hay algo bueno que conservar del pasado), pero constituye la base empírica para cualquier esfuerzo progresista efectivo.

En cambio, el paso siguiente, concluir que el progreso es algo continuo e irreversible, una afirmación que contradice la propia evidencia histórica, pasa, en la Edad Contemporánea, por progresismo, cuando sólo se trata de un optimismo irracional que en la mayor parte de los casos sirve de coartada para la inacción, la tregua con las injusticias del presente, debido a la confianza en que el futuro (agente que sustituye así a los hombres) resolverá todo.

El historiador, poniendo las cosas en su sitio, cumple su compromiso con los demás hombres.

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